El fin de la historia tiene varias posibilidades. Según vimos en la última editorial, una de las alternativas es interrumpir el devenir proclamando una idea de bien como absoluta. Cuando alguien protesta porque el “bien” ya no es el de antes, en realidad informa que el mundo sigue girando. En este sentido, la eternidad puede lograrse de dos maneras: una es siendo efectivamente inmortal (cosa complicada) y otra es asegurarse que no ocurrirá nada nuevo bajo el sol. ¿De qué sirven mil años si con 60 ó 70 ya vivimos todo lo que puede ofrecernos el universo?
Se descuentan aquí otras formas más rústicas, si se quiere, pero igualmente efectivas a la hora de suspender la vida, como un virus letal que se transmita a través del aire o un meteorito chocando con Nueva York (si fuera en Uganda o Ballester nos morimos todos y sin saber por qué).
Hablando de inmortalidad, una buena forma de lograrla es vivir el momento cúlmine del fin de la historia. Imaginen la biografía de alguien que nació un 2 de marzo de 1975, luego se consignan todos sus logros académicos, familiares, aventuras y fracasos; hasta que, inevitablemente, el relato queda trunco, nadie podría ponerle punto final.
Sin embargo, surge una nueva consulta ¿Es lo mismo el fin de la historia y el fin del mundo? Sin mundo, no hay historia; pero sin historia puede haber mundo. Así de independiente es el señorito. La verdad es que no demuestra empatía con nuestro ego. Y eso sí es un problema, piedra angular de todas las iglesias y garante fiel de los sueños de riqueza espontánea ganando la lotería. Vaya uno a saber por qué, hoy en día, la riqueza y la fe son un reaseguro contra la infelicidad.
Algunos, quizás más afortunados, lograron trascender las reglas de la vida y viven en la cultura. Otra forma de inmortalidad. Sin embargo, el cronista se detiene un segundo y da cuenta que la preocupación sobre el fin de la historia se mezcló con las ansias de inmortalidad. Escuchemos al Dr. Baltazar de las Quimeras: “la verdad es que a nadie le importa un pito este tema si tiene la seguridad de que el fin de los tiempos llega dentro de mil años.” Esto se demuestra por el ninguneo que recibe la segura muerte del sol y con él todo lo que llamamos vida.
Llegamos a una conclusión: el desinterés ante lo seguro hace que nos preocupemos sobre lo improbable. Una sentencia polémica pero que arroja luz sobre los modos sociales cotidianos.
Se descuentan aquí otras formas más rústicas, si se quiere, pero igualmente efectivas a la hora de suspender la vida, como un virus letal que se transmita a través del aire o un meteorito chocando con Nueva York (si fuera en Uganda o Ballester nos morimos todos y sin saber por qué).
Hablando de inmortalidad, una buena forma de lograrla es vivir el momento cúlmine del fin de la historia. Imaginen la biografía de alguien que nació un 2 de marzo de 1975, luego se consignan todos sus logros académicos, familiares, aventuras y fracasos; hasta que, inevitablemente, el relato queda trunco, nadie podría ponerle punto final.
Sin embargo, surge una nueva consulta ¿Es lo mismo el fin de la historia y el fin del mundo? Sin mundo, no hay historia; pero sin historia puede haber mundo. Así de independiente es el señorito. La verdad es que no demuestra empatía con nuestro ego. Y eso sí es un problema, piedra angular de todas las iglesias y garante fiel de los sueños de riqueza espontánea ganando la lotería. Vaya uno a saber por qué, hoy en día, la riqueza y la fe son un reaseguro contra la infelicidad.
Algunos, quizás más afortunados, lograron trascender las reglas de la vida y viven en la cultura. Otra forma de inmortalidad. Sin embargo, el cronista se detiene un segundo y da cuenta que la preocupación sobre el fin de la historia se mezcló con las ansias de inmortalidad. Escuchemos al Dr. Baltazar de las Quimeras: “la verdad es que a nadie le importa un pito este tema si tiene la seguridad de que el fin de los tiempos llega dentro de mil años.” Esto se demuestra por el ninguneo que recibe la segura muerte del sol y con él todo lo que llamamos vida.
Llegamos a una conclusión: el desinterés ante lo seguro hace que nos preocupemos sobre lo improbable. Una sentencia polémica pero que arroja luz sobre los modos sociales cotidianos.
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