El día que descubran el gen de la maldad, ¿no intentaremos más aquello de modificar las conductas de los seres y pasaremos directamente a la eliminación del desviado? Pregunta que adquiere dramatismo cuando leemos las crónicas policiales o, por qué no, ensayos sobre filosofía, sociología o psicología.
La pretensión de naturalizar conductas es fácil de entender, como fáciles son sus descripciones y teorías. Sin embargo, también sucede que quienes se oponen a cristalizar decisiones, desean negar parte de la llamada condición humana. Además, están aquellos que entienden a la ética y moral de hoy como consecuencia de la evolución humana. Evolución, claro está, de menor a mayor. ¿Acaso no eran los griegos quienes practicaban la pedofilia institucionalizada o los aztecas que masacraban a los suyos para honrar a los dioses?
El ruido se provoca cuando nos detenemos a escuchar, nota por nota, lo que emite la naturaleza. Intentando relacionar el canto de un pájaro con el murmullo de un río y el sonido de grillos, todo esto expuesto en una partitura es caos en su máxima expresión. Pero si en lugar de seccionar arbitrariamente en tiempo y espacio, abrimos nuestros oídos al todo, comienza la armonía natural.
Tal vez ocurra lo mismo con la maldad. Analizada desde los hechos particulares, es posible inferir que ésta dirige gran parte de las acciones humanas. Obviamente, también circunscribirla a personajes, luego a personas y más tarde a regiones geográficas. Es así como funciona el gen de la maldad.
Pensemos en la evolución. Desde el brutal hombre primitivo a los movimientos feministas no hay conexión histórica posible, con la salvedad de que pertenecen al universo de la misma especie. El ruido que trae el asesinato por el robo de un televisor, no permite escuchar la armonía humana que se esconde detrás. ¡Qué poco cuesta la vida!, nos dicen.
Cortando la realidad, es impensable que una vida sea equivalente a un bien. Pero si nos alejamos del ruido que trae ver las cosas por separado, es sencillo comprender que el consumo define la vida de las personas. Está en el vértice de la calidad de vida y expectativas generales. Se dirá que “quien trabaja y logra comprar sus deseos sabe, perfectamente, que nada es comparable a la vida”. No es verdad, ¿cómo podría serlo? Si fuera así, hablamos de un estúpido o un loco. Alguien que niega o no puede ver su realidad. ¿Cómo puede afirmar que una vida no vale un par de zapatillas, cuando gasta su vida en comprárselas? Lo que molesta es que sea un pendejo drogadicto, con la impunidad que confiere la verdad, el responsable de que nosotros nos estrellemos con la realidad.
La maldad tiene tiempo y espacio, no es metafísica. Es concreta, existe como cualquier cosa que la humanidad crea posible. Pero en el único lugar que sobrevive es en la partitura y ejecución de los músicos. No es posible soltarla por el mundo, pues no es nada.
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