viernes, 2 de septiembre de 2011

La intimidad, un regalo de las multitudes


Todos saben que la intimidad no abunda en los pueblos. Mejor dicho, no existe. Varios fueron los intentos, en múltiples lugares, por lograr el anonimato en sus habitantes. El más significativo se dio en Carlos Casares. Allí, por cuenta y orden de un decreto municipal, se creó la Sociedad de Anónimos, conocida como: ¡Andá a saber!



Al igual que toda novedad, fue objeto de análisis por las viejas chusmas y, obviamente, el reportero del diario escribió varios artículos sobre el caso. Quizás el párrafo más significativo fue este, “Ya sabemos lo que le sucedió a ese que decidió darle la espalda a su juramento ante Dios. Tal vez sea hora de dejarlo en paz y que camine por la ciudad como cualquiera de Uds.” Hay que reconocer que el reportero hablaba de sí mismo y un desliz sentimental. Se dirá, más que análisis es confesión de partes, de todas formas estamos acostumbrados a los avatares de la prensa.



Luego de unos meses en que la Sociedad de Anónimos hizo honor a su nombre, comenzó a funcionar. La idea es que los ciudadanos se inscribían para luego, mediante sorteo, intercambiar cartas entre ellos pero sin saber quién era quién. Sinceramente, no tenemos cifras confiables para medir el éxito o fracaso de la sociedad, por obvias razones. Sí sabemos qué pasó con alguno de los integrantes, hablamos del irlandés de Carlos Casares, Mc Cartney.



Mc Cartney se inscribió en la sociedad (¡Andá a saber!) para recobrar algo de su perdida intimidad cuando llegó al pueblo. A los pocos días recibió el primer telegrama. Era una mujer, el género era la excepción que se permitía a la hora de precisar datos personales. Sonaba un tanto desesperada para el irlandés, tal vez por ese motivo se apiadó y trató de comprender, cuando no de contenerla. Decía ella: “estoy casada con un infeliz, que se la da de no sé qué” Para finalizar diciendo, “cansada me tiene, cansada” Mc Cartney conjeturó algunas ideas y sus consecuencias para determinar quién era la mujer y qué hacer, pensó: “cree en la suerte, por lo de capicua; está casada, partido fácil; pero tiene aspiraciones personales, no me conviene”.



Decidido a ayudarla, comenzó a intercambiar telegramas. La angustia de la mujer, sabiendo que por fin alguien la escuchaba, fue en aumento. Tanto que Mc Cartney, un poco para no perder el tiempo y otro porque se sintió realmente conmovido ante la vida marital de su amiga, fue respondiendo a las cartas pero describiendo además sus propios problemas. Supuso que contarle otras desgracias provocaría cierto relativismo en la mujer a la hora de analizar sus conflictos. Sin embargo, no fue lo sucedido. Ambos abrieron sus corazones, tanto que llegaron a lamentarse, mediante el cruce de telegramas un tanto subidos de tono, no poder darse a conocer con nombre y apellido para terminar lo que la casualidad comenzó.



La mujer y Mc Cartney establecieron una relación inimaginable, las quejas de ella eran comprendidas en su totalidad por el irlandés y viceversa. Lo que se dice, habían encontrado a su media naranja y, como tantas veces sucede, debieron olvidar semejante felicidad en aras de no romper cierto equilibrio mundano. Además de, como dicen los psicólogos, aprovechar el dolor para desarrollarse como personas. Sin embargo como todo historia, ésta también tiene su final. Un buen día, Mc Cartney, cansado de leer el sufrimiento de ella, se atrevió a darle un consejo: “dejá a ese infeliz de una vez por todas. No podremos estar juntos por no romper las reglas, pero mereces algo mejor en tu vida. Yo lo sé y tú lo sabes. Mc Cartney”



A la hora de la despedida era más bien seco el irlandés, pero cada uno lo demuestra a su manera. Mc Cartney fue hasta el correo para enviar la última carta. Volvió triste, extrañando los telegramas que ya no llegarían. Enamorado de alguien que, si bien conocía del pueblo, no sabría quién es hasta que se haya marchado. Antes de abrir la puerta de su casa, meditaba la forma de descubrirla. Realizó un mapa mental con todas las mujeres del pueblo para no tardar más de un día en saber quién era la que ya no estaba. Abrió la puerta y no fue necesario, su mujer se había ido.



Si el cronista tuviera la obligación de escribir una reflexión sobre la historia, podría decir varias. En primer lugar, nunca no romper las reglas trae felicidad; segundo, la media naranja existe pero, a veces, los vínculos obligan a las personas a caminar por latitudes con climas impropios para el cítrico. Sin embargo, como nadie preguntó, mejor dejamos donde habíamos dejado, es decir, cuando lo dejó.

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